El Chingolo

El viento del sur acostumbraba no hacerse anunciar por nadie. Ningún signo preparaba al hombre, y cuando el viento soplaba con fuerza sin darle tiempo a defenderse, el hombre se sorprendía. A veces lo tomaba en el campo arreando los animales o cortando paja brava en los bañados para techar su rancho, o realizando cualquier otra tarea, pero siempre alejado de las casas.

Venia el viento y desgajaba los arboles. Si encontraba abiertas las ventanas y las puertas del rancho, entraba sin pedir permiso y, a veces, levantaba parte del techo mismo.

Un día el chingolo vio la aflicción del hombre y le dijo:

-Desde hoy en adelante me quedare cerca de ti para darte aviso cuando el viento quiera soplar.

En mis silbos te diré: “Vientito sur”, como señal para que no te encuentre desprevenido… No te pido otra cosa sino tu amistad. Tienes la mía. ¿Puedo contar con la tuya?

-Cuenta con ella.

Se hizo el pacto. Bastaron las palabras. El chingolo quedó cerca de la casa. Como los hijos  del hombre no tenían juguetones ni sabían reír, él se encargó de darles un poco de dicha. Y un día se coloco sobre la cabeza un bonete de payaso y se puso a hacer piruetas. Los niños reían y reían. Y en otra oportunidad les enseño a jugar a la rayuela, andando a saltos por el patio, y los niños aprendieron el juego, que hallaron maravilloso.

Desde entonces, el chingolito llega a las casas, anda por el patio y hasta suele entrar en las habitaciones, sin temor alguno porque sabe que nadie será capaz de hacerle mal.

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